23 jun 2008

LA VOLUNTAD ES LEY (II)


Por Antonio Castro Manzano

Despertarás cuando el sol se encuentre en todo lo alto, fatigada y con los ojos de sapo por la mala noche que te provocó aquella carta inesperada que te hizo padecer la ausencia de sueño y te sumió en un llanto prolongado e irrefrenable. 

Como te sea posible, te levantarás y te meterás a la ducha para reanimar los sentidos mientras  las habitaciones contiguas permanecen vacías, pues tus hijos salieron temprano. Disfrutarás cada una de las refrescantes gotas de agua viva que caen en tu cabeza y se deslizan suavemente por hombros, vientre y pies, e intentarás prolongar indefinidamente el placer que te brinda la agradable sensación del liquido tibio y cristalino que recorre tu cuerpo de aún dama joven. Cuando estés satisfecha, saldrás de la regadera y, sin prisas, con una toalla frotarás pausadamente cada parte de tu cuerpo, te observarás en el espejo para comprobar el deplorable estado físico en que te encuentras y que se refleja fielmente en tu rostro, te alisarás el pelo y te enfundarás lo que encuentres a la mano, un pantalón corto y una blusa o un vestido ligero que te permita estar visible por si llegan visitas inesperadas pero también con el cual podrás dedicarte a las labores domésticas sin temor a dañarlo.

Con el pelo aún escurriendo, descenderás la escalera y llegarás a la cocina. Por unos segundos permanecerás indecisa frente a la puerta. ¿Te prepararás un café o darás antes de comer a los gatos? Atenderás a los gatos, sí. Con la bolsa de croquetas en las manos, saldrás al jardín-cochera para alimentar a los que ahí alojas y amorosamente los acariciarás mientras se satisfacen, y luego te dirigirás al patio trasero donde te esperan permanentemente hambrientos tus otros huéspedes distinguidos, los más pequeños, esos que no pueden valerse por sí mismos y que se abalanzan hacia ti apenas advierten tu presencia y, zalameros como son, se untan en tus piernas para agradarte y granjearse su comida. Aprovecharás esos momentos para contemplarlos con largueza y preguntarte cómo es posible que animalitos que no tienen la virtud del raciocinio, como son tus mascotas, sean más fieles que el propio ser humano, que se considera a sí mismo el rey de las especies. Sin encontrar una respuesta congruente y satisfactoria, te encogerás de hombros y retornarás a la cocina, guardarás en la alacena la bolsa de alimento y pondrás a hervir agua para prepararte el café.

¿Y... si abortaras?, rebotarán de pronto las palabras en tu mente y en tu corazón y se te romperá nuevamente el alma al recordarlas como si hubiese sido apenas ayer, como aquella tarde gris de septiembre y, también como aquél frío atardecer, te repetirás que no. No y mil veces no. Aunque te sabías frente al cadalso, pensarás, tu instinto maternal te ordenaba no echar ni un paso atrás y dar a luz a aquella criatura que no te había pedido venir al mundo y que, aunque no estaba en tus planes concebir un hijo, no aún, no podrías convertirte en una asesina y matarlo antes de nacer. Tus proyectos personales, tus ilusiones, reconocías muy a tu pesar, tendrías que posponerlos para mejor ocasión. No serías la primera ni la última ni la única. Y reconocerás que así, de pronto, en un chasquido de dedos, toda tu vida había dado un vuelco de noventa grados. Pensarás que si en alguna ocasión, como lo hiciste infinidad de veces, acariciaste el anhelo de incursionar profesionalmente en el teatro, en el canto o en alguna otra actividad cultural que tanto te agradaban, esa posibilidad ahora estaba temporalmente, quizá permanentemente, cancelada. El padre del niño, el padre del niño que hiciera lo que gustara. Tú estabas decidida a aceptar tu responsabilidad y a convertirte en madre contra todos los pronósticos.

Y revivirás la imagen cuando, años después, él se marchó argumentando que necesitaba su propio espacio y te repetirás que tú no forzaste a nadie a hacer algo contra su voluntad y, por el contrario, diste libertad para elegir. Fuiste clara, explícita. La respuesta no dependía de ti, recordarás, y, si asintió, si se engalló para responder como hombrecito —que no lo era— y responsabilizarse de sus acciones, fue su problema. ¡Bonita cosa!, te dirás. Hombrecito debería ser ahora, que abandonó a su mujer y a sus dos hijos para irse quién sabe a dónde y con quién. Con alguna puta —¡ay, Dios mío, perdóname—, si, seguramente con alguna puta, pues siempre fue un cabrón el mosquita muerta. Y llegarán galopando a tu mente recuerdos adormecidos que habías decidido no despertar por dolorosos, como el día que nació tu primer hijo y aquella desgraciada tuvo la desfachatez de llamarte hasta tu propio lecho de recién parida para felicitarte por el acontecimiento y cuando, agotada como estabas, le agradecías su gesto y sus palabras de aliento y le preguntabas cándidamente de parte de quién, solamente se limitó a responder, con su vocecita de mierda, que era “la otra”. Y nuevamente querrás tenerla entre tus manos, como lo anhelaste aquella ocasión, al imaginar cómo se habrá reído de ti la muy maldita, para ahora sí estrangularla lentamente y sin piedad. Y luego verás cuando horas más tarde llegó el apocado de tu marido y, al verte bañada en lágrimas, preguntó con una candidez propia de él que rayaba en la estupidez, qué te ocurría. ¡Qué te ocurría! Recordarás que, aún dolida y dolorida como estabas por el reciente alumbramiento, escuchaste con paciencia franciscana sus argumentos pueriles negando siempre una relación más allá de una simple y pura amistad con aquella mujer y que no le creíste por inverosímil. Y te preguntarás sin responderte si el infeliz te creería una pendeja o en qué concepto te tendría, porque cómo era posible que si no había una relación mas que de amistad, como afirmaba, se hubiese atrevido a tanto la desdichada. Y te dirás que, para entonces, los muy desgraciados ya hasta se habrían revolcado. Ah, pero ahí no paró la cosa, no, recordarás. Y recrearás mentalmente la escena en que una tarde, años después, un amigo de la familia llamó para decirte que tu marido te engañaba con aquella de la que tú siempre sospechaste, y le pediste pruebas de ello para restregárselas en el hocico al muy canalla que siempre negaba todo, y cómo decidiste, mejor, confrontarlos cara a cara para ver la reacción de ambos y saber cuál de los dos mentía y, no obstante que era palabra contra palabra y que las supuestas pruebas de la traición no parecían del todo convincentes, te inclinaste por la versión del extraño porque, pensaste, como tal no tenía necesidad de alterar la verdad. Y aunque tu hombre te juró que nada tenía qué ver con aquella mujer de la sonrisa tatuada, mas que lo que significaba una relación de amistad y de trabajo, el gusano barrenador de los celos ya estaba hospedado en tus carnes y en tu mente y nunca más lo podrías extirpar. Si no había nada entre los dos, como lo afirmaba, por qué ese interés desmedido de su parte en saber de ella, en buscarla, en propiciar su encuentro, te cuestionarás. Por qué ese entusiasmo, ese brillo en los ojos al referirse a ella. ¡Al diablo con ese cuento! Y luego, la ocasión que te encaró diciendo que la fulana era su amiga, te gustara o no, y que no pensaba dejar de frecuentarla solamente porque así lo querías. Por ello, no tendrás empacho en justificar, cinco años más tarde reaccionaste como la mujer ofendida  por el adúltero que eras, pues ya tenías pruebas, ahora sí, del engaño.

A través de las lágrimas que se precipitarán a tus ojos, verás por enésima ocasión a tu pequeña hija correr entusiasmada hacia el teléfono para contestar antes que su hermano y cómo quedó pasmada, sin saber qué responder, cuando la voz al otro extremo le preguntó algo que no comprendió pero que le provocó un malestar inmediato. Y luego, cuando lentamente te extendió la bocina para informarte, con su vocecilla atiplada e inocente, que alguien preguntaba que si ahí vivía el novio de la casquivana, porque tenía algo para ella que debía entregarle urgentemente. Te será difícil entender cómo fue posible que tú, con tu carácter explosivo, hayas tenido las agallas suficientes para controlarte y no mandar a la chingada al tipejo que te pedía que trasmitieras el mensaje más adelante, y te justificarás pensando que lo hiciste para, por fin, reunir las pruebas necesarias de su infidelidad. E inmediatamente después lo verás llegar de regreso del trabajo, al desplomarse el sol, con ese bien estudiado gesto de cansancio y hastío que pretendía levantar una barrera de silencio entre los dos que no podría ser derribada, misma que se transformó en sorpresa y risas nerviosas cuando le dijiste, haciendo de tripas corazón y con la voz más serena y modulada que pudiste, que habían llamado para que pasara a recoger una carta de recomendación para su novia. Recordarás cómo el muy cabrón hasta tartamudeó al verse descubierto y sin saber qué responder, pero negándolo siempre, y cómo, finalmente, había rodado la careta que ocultaba su verdadero y truculento rostro y, lo que era mejor, frente a los ojos de sus propios hijos. Y te verás esa madrugada sentada sobre la cama, frente a él, blandiendo el cuchillo cebollero, decidiendo si valdría la pena mancharte las manos y acabar de una vez por todas con el adúltero y contigo misma mientras, al parecer, él dormía plácidamente. Y te gozarás hasta la saciedad al recrear mentalmente su rostro de pánico cuando abrió los ojos desorbitados, y más cuando descubrió el brillo del arma que sujetabas firmemente en la diestra y te preguntó en tono suplicante qué ocurría: ¿Qué pasa, Adriana...? ¿Para qué quieres ese cuchillo? Y tú te limitaste a mostrárselo abiertamente y a sonreír amargamente divertida de su miedo, para luego incorporarte en silencio y contemplarlo de pie unos minutos más antes de abandonar la recámara, dejándolo petrificado sobre el lecho. Y con el paso de los años agradecerás a Dios el momento de lucidez que en ese preciso instante surcó como cometa por los cielos de tu mente obnubilada y con su estela de cordura te impidió actuar como la mujer ofendida que eras porque, con ello, evitaste dejar huérfanos a tus hijos. 

No obstante, a la luz de los nuevos acontecimientos, te preguntarás ahora si lo que hiciste fue en verdad lo más correcto o debiste haber terminado con todo, de manera definitiva, aquella pinche ocasión.

1 comentario:

ESCRITORES REGIOS dijo...

Estimado Antonio:

Es un texto impactante. Debiste leerlo anoche.

Saludos cordiales de

Eligio