28 jun 2008

CARTA PARA EL CORONEL (III)

Por Antonio Castro

Más que el dinero para sobrevivir hasta el día de la pelea, al coronel le obsesionaba la idea de reunir los sesenta pesos que su compadre Sabas le había dado de adelanto por el gallo, y deshacer la promesa de venta que había formulado con el padrino de su hijo fallecido.

Si por desgracia había recurrido a su compadre y se vio obligado a aceptar esa cantidad fue porque se hallaba angustiado por la enfermedad eterna y los lamentos perpetuos de la asmática.

Además, don Sabas le había asegurado que el gallo no valía menos de novecientos pesos, pero cuando acudió decidido a hacer el trato y a llevarse esa suma su compadre se retractó y le ofreció únicamente cuatrocientos pesos.

Buscando la manera de obtener un beneficio mayor en la operación, don Sabas argumentó que en otro tiempo aquél hubiera sido un buen negocio para ambos, pero que en ese momento el riesgo de salir muerto a tiros en la gallera era demasiado.

Hasta el médico del pueblo, quien fue testigo ocasional de la conversación mientras preparaba al diabético para un viaje de días, consideró ridícula la cifra que don Sabas ofreció a su compadre, pero prefirió guardar silencio frente al hacendado.

Más tarde, caminando a solas por las calles del pueblo con el coronel, aventuró que don Sabas seguramente revendería el gallo por una suma superior a los mil pesos.

La cosa es que ahora el coronel no contaba más que con veintinueve pesos, pues no bien había comentado a su esposa la oferta que le formuló su compadre cuando aquella ya había distribuido mentalmente hasta el último centavo. Cuando llegó con los sesenta pesos la anciana se vio en la necesidad de ajustarse al presupuesto real. Como quiera que sea, puso en juego sus habilidades y hasta un par de zapatos nuevos compró para su esposo. Los turcos repelaron cuando vieron las suelas gastadas, argumentaron mil cosas pero, finalmente y con una resignación mal fingida, aceptaron la devolución que hacía el coronel.

Son trece pesos más para mi compadre—, dijo el anciano cuando tuvo el dinero en las manos.  —Ya nomás faltan dieciocho.

Esto recordaba el coronel cuando la puerta se abrió frente a él. Una mujer diminuta y de aspecto frágil lo invitó a entrar al reconocerlo y le invitó algo de beber.

—Recién almorcé y aún me siento lleno—, mintió por costumbre el ex revolucionario. —Pero para no desairarla, que no es de caballeros, le acepto una taza de café.

La mujer se dirigió a la cocina y unos minutos más tarde retornó con la aromática infusión.

Al igual que todos, ella conocía al coronel y a su esposa y no ignoraba que, en espera eterna de una carta, el coronel había dejado transcurrir lastimosamente los últimos años de su vida como corre libremente el agua por el arroyo.

Quince años después de haberse retirado, el coronel aún mantenía la esperanza viva del primer día. Estaba seguro que en cualquier momento llegaría la anhelada misiva y, con ella, su pensión de veterano y el reconocimiento, con todos los honores que merecía un hombre como él, que los había ganado a pulso sirviendo a su patria con las armas en los tiempos de combate y a su partido en la trinchera de una casilla en periodos electorales.

Viernes tras viernes, con una constancia y asiduidad religiosa, bajo la ardiente y amarillenta cortina de plomo solar o desgajándose en llanto el cielo, el coronel acudía al puerto con el corazón en la boca a esperar el correo, obteniendo invariablemente la misma respuesta: no. «Hoy tampoco hay carta para el coronel».

—Y ese bulto que tiene bajo el brazo, qué cosa es, coronel—, preguntó tímidamente la mujer intrigada por el voluminoso paquete.

—Y Alvaro, todavía no se levanta—. El coronel respondió la pregunta con otra pregunta, evadiendo abordar con la mujer el asunto que lo había llevado hasta ahí.

—Alvaro no está en casa, coronel—. La mujer fijó su mirada en los ojos almibarados del anciano, tratando en vano de hurgar en el laberinto de sus pensamientos.

—Seguro regresa más tarde, no es verdad—, preguntó cándidamente el coronel, ajeno a los acontecimientos que habían sacudido al pueblo la noche anterior.

—No sé. No lo sé. No estoy segura si volveré a verlo alguna vez en la vida—, dijo la mujer rompiendo en llanto reprimido. Había hecho un gran esfuerzo por contener las lágrimas frente al anciano, pero no pudo soportar más. Con su propio pesar a cuestas, el coronel había sido incapaz de advertir la congoja de la mujer.

—Fue apresado anoche en el billar, con esos papeles que dicen cosas malas del gobierno, y no sé a dónde se lo llevaron—, dijo la mujer con la voz hecha añicos. —También se llevaron a Germán y a Alfonso. Muchas veces le advertí que se iba a meter en problemas y ya ve, jamás me hizo caso. Yo le dije... Se lo dije...

Aunque era un riesgo que estaban acostumbrados a correr todos los días desde hacía algunos años, el coronel no pudo menos que sorprenderse por la noticia. El mismo en algunas ocasiones se encargó personalmente de hacer circular entre los simpatizantes de la causa las hojas clandestinas que llegaban al pueblo quién sabe por qué medios, pero que invariablemente caían en sus manos a través del médico o de Alvaro.

“Carta de Agustín, coronel”, o “Agustín escribió otra vez”, decían en forma de clave al anciano y le entregaban a la vez un discreto paquete de hojas mimeografiadas.

Las palabras de la mujer hicieron el efecto de una barrenadora que le perforó las paredes de la memoria hasta poner al descubierto la trágica escena de la muerte de su hijo, acribillado en una gallera por el fusil de un diminuto policía de aspecto aindiado, con la piel curtida y un tufo infantil que tuvo la oportunidad de comprobar él mismo más tarde, mientras se dedicaba a distribuir por lo bajo propaganda clandestina.

Ese día salió Agustín con su gallo bajo el brazo, sin atender las palabras de su madre, rumbo a las galleras, con una sonrisa a flor de labios.

Meses más tarde y rememorando el trágico acontecimiento, la asmática recordó ante el coronel que ella misma le advirtió a su hijo que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y que Agustín se había limitado a mostrarle los dientes y a decirle que se callara, porque esa tarde iba a ganar tanta plata que no sabría en qué gastarla.

Esto ocurrió exactamente el tres de enero. Once meses después, el coronel conoció al hombre que asesinó a su hijo al caer inocentemente en una batida policiaca en el billar, con una hoja clandestina que le entregó minutos antes Alvaro y que guardaba celosamente en el bolsillo de la camisa.

El coronel sintió la frialdad del fusil en la espalda, giró sobre sus talones sin levantar las manos y se sintió tragado con todo y botines, triturado, digerido e inmediatamente expulsado al enfrentarse a unos pequeños y redondos ojos de murciélago sin vida que lo miraban sin pestañear. El policía lo observó el tiempo suficiente para percatarse de quién se trataba, impávido, agazapado tras una máscara de piedra. Bajó levemente el fusil, se hizo discretamente a un lado y sin el menor asomo de simpatía permitió al anciano que abandonara el lugar.

—Pase usted—, dijo.

Alvaro y sus amigos también fueron puestos en libertad luego de un profundo interrogatorio sobre el origen de los panfletos que circulaban desfachatadamente por el pueblo. Todo le negaron y aceptaron nada.

En esta ocasión las circunstancias eran diferentes. Habían sido sorprendidos con la propaganda antigobiernista en el instante mismo en que la hacían circular entre los parroquianos. Sin poder negar los hechos fueron arrestados y conducidos a los separos de la policía para ser interrogados.

Desde el dormitorio, la anciana vio regresar en silencio al coronel, con el rostro lívido de quien acaba de escuchar su sentencia de muerte, cruzar el patio, dirigirse a la cocina arrastrando unos pies de plomo, coger un tarro y servirse agua fresca del jarrón de barro cocido de encima de la mesa. Observó cómo bebió lentamente el líquido cristalino con la mirada perdida en el horizonte de la nada. Lo vio servirse un poco más, terminar de beber, dejar el tarro sobre la mesa y desplomarse con todo el peso de sus años sobre la mecedora.

Fue entonces y sólo en ese instante cuando decidió salir del mosquitero y como pudo se arrastró hasta la cocina.

—Te compró Alvaro el reloj. Te dio menos de lo que pediste...—, preguntó afirmando por la enfermedad. —Seguro se lo empeñaste por nada. Seguramente eso fue. Pero sólo a ti se te ocurre. Sabes muy bien que no tenemos nada qué comer y tú con tus cosas. Y yo con esta enfermedad, que nada puedo hacer bien. Pero en este momento voy con Alvaro y...

El coronel volvió el rostro hacia donde se hallaba la mujer vociferando sin escuchar ni una palabra de lo decía. La veía mover los labios y gesticular airadamente, sí, pero en medio de su aturdimiento no acertaba a comprender. Aún no digería por completo la noticia de la captura de Alvaro y los demás muchachos. Si ellos lo denunciaban, en cualquier momento podrían venir también por él, pero eso realmente no le preocupaba. A nadie que hubiera vivido setenta y cinco años tan intensamente como él lo había hecho hasta ese día podría preocuparle una situación como esa, y mucho menos a alguien que combatió en las filas del coronel Aureliano Buendía. Además, su hijo Agustín había ofrendado su vida por una causa, por algo en lo que creyó hasta el momento mismo de su muerte, y él pensaba igual que su hijo sacrificado. No. Lo que realmente le preocupaba era la suerte de los detenidos. Sabía que si estaban en manos de la policía no saldrían vivos a menos que denunciaran a los cabecillas, pero también conocía a Alvaro y tenía la certeza de que preferiría morir antes de poner en peligro de abortar el movimiento que se gestaba a lo largo y ancho del país.

La anciana estaba a punto de reventar frente al silencio del coronel quien, impasible, se balanceaba lenta y rítmicamente en la mecedora.

—Pero, dime algo. Dime qué hiciste con el reloj. Contéstame. Habla, habla porque si no yo... —dijo la asmática sin poder terminar la frase.

—Anoche apresaron a Alvaro—, respondió el coronel a pausas. —Anoche, mientras nosotros discutíamos por el gallo, la policía capturó a Alvaro y a los muchachos y se los llevaron con rumbo desconocido. Nadie en el pueblo sabe dónde están. Los agarraron igual que Agustín, repartiendo propaganda. Pero esto ya no lo paran. Tendrían que arrestar a todo el pueblo y luego a todo el país para acallar la inconformidad, y eso está por verse.

—Y el reloj...—, preguntó la anciana por lo que verdaderamente le interesaba, ajena al movimiento de rebeldía que había brotado desde hacía diez años atrás en el país. Sabía que su hijo Agustín había sido acribillado en la gallera cuando repartía unos papeles extraños, pero achacaba el crimen a asunto de gallos.

También ignoraba que el anciano ex combatiente era activista y que distribuía esporádicamente las síntesis mimeografiadas a sus copartidarios, y que estos a su vez hacían circular clandestinamente por el pueblo, con revelaciones sobre el estado de resistencia armada en el interior del país.

—...Y el reloj—, insistió.

—El reloj ya no nos pertenece—, respondió el coronel.

—Y los cuarenta pesos, porque te dieron los cuarenta pesos por él, verdad—, preguntó angustiada la anciana.

—No...—, respondió con serenidad el coronel. —Ahora no tenemos ni reloj ni dinero. El reloj se lo dejé a la mama de Alvaro para que lo venda o lo empeñe. Ella va a necesitar más que nosotros ese dinero para buscar a su hijo.

—Y nosotros... qué hacemos mientras tanto—, cuestionó la asmática en medio de un acceso de tos.

—Nosotros... nosotros ya estamos tan acostumbrados a comer aire que si dejamos de hacerlo un sólo día seguramente nos morimos de hambre al día siguiente—, dijo el coronel subrayando una a una las palabras, con una frialdad que convulsionó a la anciana.

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