9 jun 2008

CARTA PARA EL CORONEL (II)


Por Antonio Castro

Aunque ya era muy entrada la mañana, la sastrería estaba cerrada ante la extrañeza del coronel. Fue hasta entonces que cayó en cuenta que las calles polvorientas se encontraban desiertas porque era día de descanso.

De por sí, entre semana solamente se podían ver unas cuantas almas trajinando de un sitio a otro, como vagando sin rumbo fijo, dando al lugar el aspecto lúgubre de un pueblo fantasmal. A la hora de comer el pueblo entero entraba en una especie de sopor y todo el mundo dormía la siesta, pero por las tardes renacía la actividad y los hombres se reunían invariablemente en el billar a jugar al pool o la ruleta, mientras las mujeres continuaban con las labores del hogar y los chiquillos correteaban alegremente por las calles.

Aliviado de pasar desapercibido cargando semejante bulto —«me van a sacar en una canción de Rafael Escalona», temía—, y por no hallar a Alvaro, el coronel decidió regresar a casa, pero inmediatamente desistió al pensar en los reproches que le haría su mujer por volver con el reloj a cuestas.

“Aquí no vuelves sin el dinero”, le había advertido días antes la anciana mientras descolgaba ella misma la máquina de la pared y se la entregaba envuelta en papel periódico en sus propias manos. “Le llevas en este momento el reloj y le dices: Alvaro, aquí le traigo este reloj para que me lo compre. No habrá necesidad de más palabras porque entenderá enseguida”.

Y así lo hizo. Sin embargo, la presencia desafortunada de los amigos de Agustín en la sastrería obligó al anciano a que en el último instante diera marcha atrás en sus intenciones.

Cuestionado por Germán, el coronel argumentó con la sangre agolpada en el rostro que llevaba el reloj al alemán para que lo compusiera. Germán, que sabía tanto de las cosas de la vida como de mecánica, insistió en examinarlo él mismo y, tras una revisión rápida y superficial, lo regresó al anciano.

—Ya está—, dijo. El coronel tomó el bulto y retornó presuroso a casa.

Las cosas pintaban peor para la pareja de ancianos ahora que en aquella ocasión. El coronel sabía que o vendía el reloj a Alvaro o la asmática vería la forma de deshacerse del animal para hacerse de unos pesos. “Si no hay para más, por lo menos comeremos sancocho de gallo”, dijo la anciana en tono amenazante una ocasión desesperada.

Alentado por la simpatía que Alvaro manifestó siempre por Agustín en vida y por él mismo, el coronel encaminó sus pasos hacia la casa del sastre.

El anciano era de ideas largas pero de verbo corto y mientras andaba repasaba mentalmente la forma en que abordaría el asunto con el antiguo patrón de Agustín y amigo suyo por herencia de su hijo.

«Alvaro, tú sabes el valor que tiene para nosotros este precioso reloj de pared, que por nada del mundo nos desharíamos de él, tú lo sabes bien, pero dada la situación transitoria por la que atravesamos te lo vengo a ofrecer por tan sólo cuarenta pesos...».

O: «Alvaro, vengo a empeñarte este fino reloj de péndulo por solamente cuarenta pesos. El veinte de enero el gallo paga, y con intereses...».

Rápidamente botó ambas ideas al cesto de la basura porque revelaban abiertamente su precaria situación y podrían dar pie a que Alvaro le comprara el armatoste únicamente por lástima.

Lo que el coronel pretendía ocultar era de sobra conocido por los vecinos. Todos en el pueblo conocían las condiciones precarias en que se encontraban el coronel y su anciana esposa tras la muerte de Agustín, casi un año antes, aunque ellos se empeñaban sistemáticamente en negarlo por un orgullo mal entendido: “Agustín nos dejó unos centavitos. Con ellos la vamos pasando”, decían hasta a quien no se los preguntaba.

Los ancianos hablaban con la verdad, pero era una verdad a medias, pues los escasos ahorros del difunto hacía ya muchos ayeres que se los había comido el gallo.

Ahora recurrían a Alvaro nuevamente confiados en que éste les había comprado la máquina de coser de Agustín recién sepultado, sin reparar en que el oficial de sastrería podría haber adquirido una de medio pelo en cualquiera otra parte y, seguramente, por mucho menos dinero que el que les pagó a ellos.

Hundido en sus propios pensamientos, el coronel caminaba sin percatarse de su entorno y pasaba de largo sin responder los saludos furtivos de los escasos transeúntes que deambulaban a esa hora de la mañana como sin destino determinado.

Esa misma tarde corrió como reguero de pólvora la voz de que el coronel había extraviado la memoria en algún lugar desconocido del pueblo o que de plano era sonámbulo, pues le daba por caminar dormido por las calles, con los ojos bien abiertos, a plena luz del día y perfectamente vestido.

Cuando acordó, el coronel estaba frente a la puerta de la casa de Alvaro, con el bulto bajo el brazo y sin una idea precisa de lo que diría al amigo de su hijo fallecido para obtener los cuarenta pesos por el vetusto y desvencijado reloj de pared.

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