14 jul 2008

CARTA PARA EL CORONEL (IV)

Por Antonio Castro Manzano

Los acontecimientos que siguieron llegaron en tropel. La anciana sufrió las noches más terribles y los días más aciagos de los últimos años a causa del volcán en erupción de sus bronquios. Agravó de tal forma que permaneció inconsciente en su lecho mortuorio durante tres días, sin que el coronel se apartara un minuto de su lado ni para atender al gallo, verdaderamente alarmado por su precaria salud y supliendo la ausencia del médico, quien huyó con rumbo desconocido al enterarse de las detenciones.

La primera noche la asmática no paró de toser piedras y soplar pitos mientras jalaba aire fresco y expelía fuego por la boca entreabierta. El coronel creyó que la anciana no vería la luz del día siguiente y que, si lo hacía, sería por un verdadero milagro, aunque él decía que estaba vacunado contra milagrerías. El medicamento escaseaba y no tenía ni quinto para surtir nuevamente la receta. En su última visita, el doctor le dejó algunas muestras gratuitas que obsequiaban de vez en vez los agentes de los laboratorios para experimentar los nuevos medicamentos entre sus pacientes, pero se habían agotado.

Angustiado por la intensa fiebre que se ensañaba con la anciana, el coronel sólo acertaba a aplicarle compresas de agua fría en la frente, con la débil esperanza de que de esa forma registrara algún alivio. Las primeras dos noches en vela fueron terribles pero nada comparado con la tercera. Más de sesenta horas en vigilia continua habían hecho, finalmente, estragos en el viejo y fatigado cuerpo del coronel. Por fin, el cansancio y la desesperanza hicieron presa del anciano en la madrugada del jueves.

Fue así como, agotado, vio a través del mosquitero erguirse e incorporarse sobre su lecho de muerte a la anciana, sin apenas apoyar los pies sobre el piso de tierra viva. La asmática lo observaba fijamente y se dirigía a él en un lenguaje que no oía ni comprendía. El coronel se restregó los ojos para asegurarse que aquello no era producto de un mal sueño. Cuando volvió la vista, la anciana continuaba ahí en una charla animada con alguien que él no alcanzaba a apreciar en la habitación sombría. Parecía contenta. Sonreía y abrazaba el vacío con el mismo amor con que se da la bienvenida al hijo ausente que retorna de un largo viaje. El rostro estragado de minutos antes había cedido su lugar a una cara resplandeciente de alegría.

El coronel no supo más. Unos párpados de losa cayeron pesadamente sobre sus ojos e indefinidamente vagó por el tiempo en un sueño dulce y profundo que fue interrumpido estrepitosamente por el grito firme y autoritario de la anciana.

—Despierta, flojo. Son más de las nueve y tú ahí dormidote. Ya descansarás a tus anchas cuando hayas muerto.

Había amanecido plenamente y los rayos del sol se colaban hasta el último rincón. El gallo hambriento y frustrado de cantar sin despertar a nadie se dedicaba a escarbar con las patas en el patio en busca de alguna lombriz extraviada.

El coronel se incorporó pesadamente con el cuerpo dolorido por la silla de velar y se estiró lo largo que era para sacudirse la pereza. En el jardín, la anciana cepillaba su pelo de plata y mataba los piojos que se habían multiplicado con la fiebre, cobijada por la formidable sombra que proyectaba un frondoso árbol y entonando un alegre estribillo de una canción de moda con tanto entusiasmo que, al percatarse de ello, se reprochó a sí misma de haberse olvidado por segunda ocasión en tan breve lapso de que Agustín todavía no cumplía el año de fallecido.

El coronel la descubrió a lo lejos, desconcertado, sentada en una mecedora. Nadie que no conociera de antemano a la asmática podría afirmar esa mañana que unas horas antes hubiese estado en el umbral de la muerte. Lucía radiante y llena de vida. El coronel llegó con paso vacilante hasta donde se despiojaba y la contempló unos segundos con ojos de asombro. Comparado con la anciana, el enfermo parecía él: ojeroso, pálido y sucio. Perturbado, sólo atinó a preguntarle cómo se sentía.

—Eres tonto o te haces. Lo que se ve no se pregunta—, respondió con su voz de lija.

—Pero... hace apenas unas horas delirabas de fiebre. Creí que en cualquier momento morirías sin que yo pudiera hacer algo...—, balbuceó el anciano.

—Anoche vino Agustín—, dijo ella hoscamente y sin dejar de cepillarse los hilos de acero que se deslizaban sobre sus hombros y sin levantar la vista. —Dice que está muy preocupado por la situación tan crítica en la que nos encontramos.

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