30 may 2008

LA VOLUNTAD ES LEY (I)



Por Antonio Castro Manzano

Te sorprenderá recibir esta carta que, por inesperada, te resultará incómoda. Incómoda, porque su sola presencia bastará para remover las cenizas de los recuerdos que pretendías haber depositado en el viejo y olvidado baúl de la memoria y sepultado en el pozo del olvido. En tu rostro moreno y afilado, otrora chispeante, se esbozará un gesto indefinido de sorpresa, nostalgia y amargura, y te preguntarás extrañada de qué se trata. Fruncirás el ceño con ese arqueo de cejas casi imperceptible que te caracteriza y, presurosa pero en vano tratando de aparentar una tranquilidad que estás lejos de sentir, cerrarás tras de ti la verja, cruzarás el jardín, entrarás a casa y buscarás un lugar apartado donde leerás con avidez el contenido, cuidándote de no ser sorprendida por los niños —tus hijos— u ojos extraños e indiscretos.

O, al descubrir el remitente, ¿serás capaz acaso de hacer pedazos el sobre y su contenido y arrojarlos con gesto de desprecio y fastidio al cesto de la basura, sin echar siquiera una ojeada de curiosidad al interior? No. No lo harás porque un relámpago de incertidumbre iluminará tu rostro y aclarará tu mente, y te empujará a leer.

Te formularás mil preguntas mientras rasgas impacientemente el sobre y tratas de encontrar las respuestas dentro. Devorarás con mirada trémula renglón tras renglón y párrafo tras párrafo y leerás una, dos y hasta tres ocasiones la carta escudriñando en cada una de las palabras ahí vertidas, intentando descifrar en el contexto de la misiva el mensaje oculto, la intención velada, la clave que te permita encontrar el verdadero significado, aquello que tú desearás ver. Leerás al revés, unirás líneas de arriba con líneas de abajo, tomarás una palabra de aquí y otra de allá para estructurar falsas frases imaginarias y, finalmente, agotada por el esfuerzo mental y sin poder descifrar el galimatías, te darás una tregua para más tarde. 

Tratarás en vano de despejar tu mente agobiada ocupándote de los quehaceres cotidianos pero, contra tu voluntad, tu pensamiento traidor volará de regreso una y otra vez al asunto que te ocupa. Y es entonces cuando arrojarás con fastidio los enseres que te auxilian en las tareas domésticas y que en ese momento te estorban y, con renovados bríos, unos segundos después,  reiniciarás el ritual decidida de una vez por todas a esclarecer el enigma, porque tienes la certeza de que aquellas palabras ahí escritas con cierto orden sintáctico para comunicar algo son sólo una argucia literaria del emisor y que el verdadero mensaje se encuentra oculto en alguna parte de la misiva que aún no has descubierto. Tal vez una letra, una palabra, un borronazo en el papel, pensarás, pero al paso de los minutos eternos, extenuada y, lo que es peor, frustrada, sufrirás la sensación de que te invade un sentimiento extraño, inidentificable, que te comprime el pecho y te cercena la garganta y, entonces, te hundirás en el pantano de la desesperación, de la impotencia, de la angustia y, mientras bates las alas para liberarte del fango que te aprisiona, resonarán en tu cerebro las mismas preguntas que repetidamente te hiciste a lo largo de veinte años y para las cuales jamás obtuviste una respuesta, aunque fuera mínima, que abonara a tus propias expectativas. 

Sin embargo, inmediatamente después y por el empuje de tu carácter férreo, indómito, pujante, que siempre te sacó a flote aún en las situaciones de mayor apremio, estarás de pronto llena de rabia y renovado vigor y con un gesto de coraje arrancarás con el dorso de la mano esa lágrima furtiva que se desprendió de tu ojo y a su paso va quemándote la mejilla, y te repetirás una y mil veces que ya basta, que ya fue suficiente, pues aquel hombre con el cual compartiste los últimos veinte años de tu vida es sólo un fantasma del ayer, de un pasado que por doloroso quieres dejar atrás, aunque  de manera infructuosa. Entonces te harás la promesa reiteradamente rota de no volver a llorar por la misma causa. Te dirás que no vale la pena y tratarás de olvidarlo todo e intentarás reanudar la rutina de los últimos meses. Y cuando tengas la certeza de que por fin lo has logrado, cuando creas que el dolor concluyó, los recuerdos malignos regresarán subrepticiamente y volverán a jalarte al pozo de la desesperación hasta hacerte naufragar en un mar de confusiones, en el que te mantienes a flote apenas sí asida a tu nueva vida, la vida que te viste forzada a inventar cuando te descubriste mujer sola y te refugiaste en el calor de tus hijos y te volcaste en amor hacia ellos tratando de compensar la falta de amor de hombre, pues sabes bien que cuando él se marchó te quedó un hueco en el pecho que no has podido llenar, aunque se lo niegues reiteradamente a tu cuerpo y se lo machaques a tu mente, más que nada para convencerte a ti misma de ello. 

Pero, el algún momento alucinante, los observarás con ojos de extrañeza y te preguntarás acaso si no fueron ellos los verdaderos culpables del abandono de tu hombre, y la incertidumbre te lacerará por dentro y te forzará a debatirte en un torbellino de sentimientos encontrados de amor-odio-amor hacia tus propios hijos. Horrorizada de estos pensamientos, te reprenderás, te fustigarás, te postrarás y suplicarás perdón al Todopoderoso por ser lo suficientemente malvada como para concebir tales pensamientos que no son propios de una buena y abnegada madre como eres tú, y lo cuestionarás por obligarte a vivir día tras día en esa dualidad perpetua que tanto daño y tanto dolor te producen, y le preguntarás acremente: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué yo? Y lo culparás a El de todos los males que te aquejan, de los vientos huracanados que se abaten a tu alrededor, y lo cuestionarás con voz de trueno para que te escuche donde quiera que se encuentre —¡maldita sea!—:¿Dónde? ¿Dónde está ese Dios bueno? ¿Dónde esta ese Dios piadoso? ¿Dónde está ese Dios misericordioso? E inmediatamente te reprimirás temerosa de tu osadía y nuevamente pedirás clemencia, esta vez elevando los brazos al cielo, y te dirás que no, que el verdadero culpable de todos tus males no es el Creador, porque El es bueno y justo. No. El verdadero culpable no es sino un hombre común y corriente, de carne y hueso, el hombre que huyó, el cobarde, el malnacido, el desdichado, aquél al que un día decidiste entregar el corazón y por quien rendiste ilusiones y esperanzas y construiste fantasías a su lado, como se erigen castillos en el aire, sin que llegara al valorarlo en su justa dimensión. 

Y será entonces cuando te preguntes cómo fue posible que tú, con la inteligencia, con la astucia y el buen juicio que a todos sorprendía y todos alabaron, con el amplio conocimiento de la vida que mostraste a tan corta edad producto de una maduración apresurada por las circunstancias que te rodearon, hayas sido sorprendida y capaz de dejarte embaucar así poniendo los ojos en un hombre como él, plomizo, de una opacidad rutilante, sin presente y mucho menos futuro, pero serás benévola contigo misma sobornando a tu conciencia y te responderás que, bueno, así son las cosas del amor, y pensarás en tu descargo que en esos menesteres sólo manda el corazón, porque una mujer enamorada no repara en cosas nimias y tú, mujer de una sola pieza como siempre has sido, árbol que no se doblega, ama o no ama y tú decidiste amar en su momento. No obstante, en cierta medida concederás la razón a todos aquellos que te alertaron para que te abstuvieras, a quienes te aconsejaron que no arruinaras tu porvenir a los escasos veinte años, a tus padres que se opusieron rotundamente a la relación con aquel papanatas y te advirtieron que no fueras tonta, que no te convenía, que pobre tú y pobre él a dónde irían a parar, que primero ejercieras tu carrera, que disfrutaras la vida, que te desarrollaras profesionalmente, que conocieras mundo y luego y hasta entonces sí, pensaras en una relación más formal.

Te reprocharás por todo ello y te dirás que, si tan sólo por una ocasión hubieses escuchado alguna de aquellas voces, ahora no estarías sufriendo por el abandono, porque te está doliendo aunque tratas de negártelo. Y pensarás también, con el paso del tiempo, que mucha razón tenían pero que desafortunadamente sus consejos llegaron demasiado tarde y sin remedio porque cuando lo hicieron ya estabas encinta, y lo lamentarás como no lo hiciste aquel soleado y bochornoso tres de marzo de mil novecientos setenta y nueve, cuando te dejaste arrastrar por el amor desbordante que brotó como un manantial de tu interior rebasando tu ser y decidiste, sin más ni más, entregar a ese hombre lo más preciado de ti, que era tu esencia de mujer enamorada. 

Y vendrán a tu memoria aquellas terribles escenas que tuviste que soportar cuando vacacionabas con tus padres en Mazatlán y experimentaste los primeros síntomas sin que supieras a ciencia cierta que te estaba ocurriendo, aunque en tu interior lo presentías con cierta dosis de horror y, más, cuando empezaron las preguntas incómodas de tu madre que rechazaste sistemáticamente respondiendo al instinto primario de supervivencia  más que a la certeza de saber que, efectivamente, no estabas embarazada. Con repulsión, recordarás como si fuera hoy cómo fuiste obligada por las circunstancias a tragar tu propio vómito en más de una ocasión para no despertar sospechas estando tirada en la playa y, luego, cuando en aquella pescadería de mala muerte saturada de un olor de aceite rancio y pestilente no pudiste controlar por más tiempo las náuseas y corriste desesperada y jadeante al baño a vaciar el estómago, para retornar al cabo de unos minutos fatigada y empapada de un sudor frío del que no se percató tu padre pero que no pasó desapercibido a los ojos acuciosos de tu madre. 

Más tarde, te verás cuando, angustiada y sin saber qué hacer sola, aprovechaste un descuido de tus padres para telefonear a Julio con voz susurrante, y revivirás con la misma intensidad que en aquella ocasión la sensación de vacío que sufriste en el bajo vientre y, mientras reexperimentas un estremecimiento intenso de pies a cabeza, pasarás nuevamente la palma de la mano sobre tu brazo de carne de gallina, como lo hiciste hace años cuando la voz femenina y grave respondía a quinientos kilómetros de distancia que el hombre que buscabas, su hijo, se encontraba fuera de la ciudad y no sabía cuándo retornaría, y entonces le suplicaste que, por favorcito, en cuanto tuviera noticias de él o regresara, le dijera, si no era mucha la molestia, que se comunicara contigo, pues había ocurrido algo relacionado a la Facultad que debías informarle con la mayor urgencia, y luego colgaste abruptamente y al parecer sin importarte la angustia que sembraste en aquella pobre mujer. 

Rememorarás, no sin cierto apremio, el día siguiente por la noche, cuando presuroso Julio se comunicó contigo y, luego de intercambiar palabras huecas a manera de saludo, le soltaste a bocajarro y sin mayores preámbulos lo que te interesaba que supiera: el embarazo. Bueno, que sospechabas estar encinta, pues todos los síntomas así lo indicaban. Que tu madre te acosaba con preguntas que no sabías responder y que ya no hallabas qué hacer para evitarla pero, eso sí, le aclaraste que solamente se lo informabas para que estuviera enterado, pues tenía derecho a saberlo como el futuro padre de tu hijo que era, porque tu intención al decirle lo que estaba ocurriendo no era para forzarlo a regresar y casarse contigo, y mucho menos por compromiso, qué va. Y le repetiste una y otra vez que tú sabrías cómo le harías pues la del problema eras tú y exclusivamente tú, y que lo que ocurrió entre ustedes había sido algo muy bonito pero que, según sus propias palabras cuando se marchó dos semanas atrás, la relación estaba concluida. Claro, si consultarte y sin imaginar siquiera que habían engendrado un hijo. 

Y luego lo verás llegar puntual a la mañana siguiente al sitio donde acordaron encontrarse, al que arribaste inusualmente en ti antes de la hora pactada, con aquellas ojeras pronunciadas por el prolongado viaje nocturno y que ya no lo abandonarían jamás, y cómo se dirigieron al centro de salud oficial para practicarte la fatídica prueba que vino a confirmar el temor de ambos. Recordarás cómo percibiste vagamente a través de la cortina de lágrimas que no te atreviste a descorrer en su presencia, la expresión de su rostro cuyos ojos hurgaban con vehemencia en los tuyos intentando adivinar en tu mirada el resultado del examen, y el momento justo en que tomó entre sus manos, esta vez con movimiento autómata, el papel que le extendías con mano indecisa y que leyó sin parpadear siquiera para, luego y sin pronunciar palabra, echarte el brazo por encima de los hombros y encaminarse con paso indeciso a la salida del edificio. 

Te verás vagar por las calles de la ciudad dócilmente a su lado durante horas interminables y el momento justo en que se sentaron, al agonizar la tarde, agotados y siempre en silencio, en la que fue su banca preferida de cantera rosa de la antigua Plaza Juárez, frente al Palacio de Gobierno, donde más de una vez te juró amor eterno, discerniendo con mudas palabras sobre sus vidas y la que se gestaba en tu vientre y, como entonces, sentirás las miradas furtivas y piadosas de los transeúntes que aquel día marchaban presurosos en todas direcciones frente a ustedes desplegando sus paraguas o ajustándose las gabardinas, mientras en lo alto espesas y oscuras y preñadas nubes se cernían sobre sus cabezas y derramaban las primeras gotas que se fundían con las tuyas, y el viento helado que soplaba calando hasta los huesos en el instante preciso en que Julio aproximó su rostro estúpido al tuyo y, por lo bajo y cuidando de no ser escuchado por oídos extraños o indiscretos, te preguntó con el aliento fétido de un animal famélico y cuya voz grave parecía más bien la de un condenado a muerte a punto ser ejecutado:

¿Y... si abortaras?

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